5 de noviembre de 2011

 

    — No sabes disfrutar del poder.
    — ¿Qué poder?
    — El poder de tener a alguien en tus manos.
    — ¿Qué poder es ése?
    — Éste: me voy y no te voy a volver a ver nunca.
    — ¿Qué dices? ¿Es eso cierto?
    — Sí.
    — Pero tú me quieres.
    — Pero tú me quieres más, y me da placer verte temblar. Verte sin piel, ahí, ante mí, llorando. Tiembla.
    — ¡No me grabes!
    — Tiembla, tiembla.

29 de junio de 2011

Ella dijo: «cuando me disgusto
me da por limpiar».
Pensé que era hermoso,
tan simbólico y práctico.
Quiero intentarlo
ahora que se han ido todos.
Limpio la terraza esquivando
hojas negras de piano y lianas de contrabajo.
Riego y, justo, asoma el sol entre la maleza,
hermoso como un anuncio
de detergente.
El tambor de la lavadora, su fresco giro,
me mece, y el chillar, siempre el chillar del pájaro.
Lloro porque todo es bello como la lejía.

22 de junio de 2011

Etiquetas

—No estaría mal. Desde luego que progresaría. Voy a poner una etiqueta a este pensamiento y así, cada dos por tres, no tendré más que repetir la etiqueta y ya sabré a qué me refiero. Porque me lo repito cada dos por tres, te digo, y me vuelvo a entusiasmar. Me agoto en puro entusiasmo.
—Hace mucho que yo tengo etiquetas para pensamientos repetitivos, pero no son lo mismo que un pensamiento desarrollado y disfrutado del tipo «Cuando me toque la lotería», o «A partir de mañana voy a», o «Ni una copa más». Qué hermosos, los proyectos.
—Ya, tienes razón. La verdad es que el placer consiste en desenrollar con calma el pensamiento.
—Y creérselo sin que enmohezca.
—No lo olvidemos. Creérselo. Ay, qué lista es ella.
—Y tú, y tú. No es fácil engañarse durante tantos años.
—Ya, ya. Yo me engaño como los ángeles.
—Que sí. Que eres muy listilla.
—Ya. Pásame una aceituna, guapa.
—Bah.
—Venga.
—Como tú quieras.


19 de marzo de 2011

Un borde de plumilla


Las gaviotas, los rayos de sol en el visillo y mi mano.
Salgo del sueño y me tiendo en la luz. Muy tenue
pulsa hoy el remolino.  Descansa.
Un borde de plumilla perfila la mañana.

Quiero un pétalo plano en mi lengua como una hostia.
Lanzaré un petirrojo muerto al aire
y observaré su sombra.

En el filo de tu voz, el valle.




9 de febrero de 2011

El poema no cesa de morir


El poema no cesa de morir.
A las dos líneas muere y nace de nuevo 
como el día espiral.
Surgen estancias a su paso y ya son viejas.
Se deshace en los dedos.
El poema.

5 de febrero de 2011

Segregamos un hilo blanquecino


Segregamos un hilo blanquecino. Con él tejemos la mañana.

Ligera resaca. Sensibilidad exacerbada. Un rayo de sol.

Mimosas ofuscadas de tibieza se abrirán, erradas. Volverá el frío.

Volverá el frío, ansioso, y encontrará polen.

Agua clara sobre guijarros. Dedos rectos del sol. Y el amor, y su murmullo.

En la placenta, la caracola. Me enrosco.

El sol entra y no me toca. Mantengo caliente la cama. Te espero.

Todo fulge.

Hay en el agua seres de viento.

Soy de río. Renacuajos en mi mano, un temblor de hojas, y esas columnas oblicuas que abrazo en el agua.

El caballito del mar no existe. Es un ser mitológico, un delicado Dios.

Es el ritmo del silencio. Nada en él.

Erizarte con una hoja de hierba, de cumbre a valle.

Pescaré sanguijuelas con las piernas desnudas.

Lluvia de agujas en el pinar.

(Serie de tuits, mañana de hoy).

20 de enero de 2011

La calidad del aire

Si me quedara ciega de repente, aun podría saber, por la cualidad de las voces que vienen de vez en cuando de la calle, qué día hace. A veces esas voces llegan entre humedad baja, llovizna tan fina que no se ve, partículas que se sostienen en el aire. Otras veces resuenan mates, como cuando las nubes, densas, están en lo alto y no amenazan lluvia. De vez en cuando sé que ha salido el sol, porque una frase como «¿A dónde vas?» es de pronto sonora como un triángulo. Y hay días gloriosos, de suave brisa y cielo azul, en que, mientras unas pocas nubes se persiguen en lo alto, las voces vibran y bailan por mi calle.
En días así, aún sin ver, saldría a la calle. Subiría tocando la pared de mi derecha hasta el parque y allí me tumbaría en el prado, bajo un árbol. Sabría donde hay un árbol aislado por el susurro de las hojas y porque bajo él estaría aún más fresco. Me descalzaría y dejaría que la hierba acariciara mis pies y mis manos y el viento enfriaría mis mejillas, que quizá estarían calientes de la subida. A lo lejos, oiría las voces de los niños en los columpios y el mar de fondo de los motores. Imaginaría, ante mí, la ciudad y, tras ella, el océano y el cielo. Del otro lado, las grandes chimeneas de las fábricas lejanas y, más lejos aún, las montañas que, quizá, mostrarían sus cumbres todavia nevadas. Si no pudiera ver, todo eso seguiría ahí.

19 de enero de 2011

El soldadito de plomo

El soldadito de plomo aún siente la pierna que le falta.
También cree que la bailarina sigue viva.

No sabe que hace mucho un niño pelirrojo la derritió en la chimenea.
Conoció el dolor.

El soldadito la imagina girando sobre sí misma, con los brazos extendidos, y sonríe.

La música de la caja de la bailarina era suave como lluvia en cristal.

Lleva ciento cincuenta años encallado en un risco invertido.
Aún recuerda cuando cayó, despacio como en un sueño.

Nada se mueve ahí abajo, en la fosa abisal.
Solo muy raramente se acercan seres luminosos como farolillos.

Al ver la luz piensa que podría llorar de belleza si el mar no hubiera devorado casi todo su rostro.

No tiene ojos, pero ve la luz.
Es paciente. Espera despertar.

(Los tuits del soldadito)

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