20 de enero de 2011

La calidad del aire

Si me quedara ciega de repente, aun podría saber, por la cualidad de las voces que vienen de vez en cuando de la calle, qué día hace. A veces esas voces llegan entre humedad baja, llovizna tan fina que no se ve, partículas que se sostienen en el aire. Otras veces resuenan mates, como cuando las nubes, densas, están en lo alto y no amenazan lluvia. De vez en cuando sé que ha salido el sol, porque una frase como «¿A dónde vas?» es de pronto sonora como un triángulo. Y hay días gloriosos, de suave brisa y cielo azul, en que, mientras unas pocas nubes se persiguen en lo alto, las voces vibran y bailan por mi calle.
En días así, aún sin ver, saldría a la calle. Subiría tocando la pared de mi derecha hasta el parque y allí me tumbaría en el prado, bajo un árbol. Sabría donde hay un árbol aislado por el susurro de las hojas y porque bajo él estaría aún más fresco. Me descalzaría y dejaría que la hierba acariciara mis pies y mis manos y el viento enfriaría mis mejillas, que quizá estarían calientes de la subida. A lo lejos, oiría las voces de los niños en los columpios y el mar de fondo de los motores. Imaginaría, ante mí, la ciudad y, tras ella, el océano y el cielo. Del otro lado, las grandes chimeneas de las fábricas lejanas y, más lejos aún, las montañas que, quizá, mostrarían sus cumbres todavia nevadas. Si no pudiera ver, todo eso seguiría ahí.

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