10 de noviembre de 2012

No ver y no oír

Nunca hemos hablado del no ver y del no oír.

Vemos. Vemos bultos y oímos sonidos amortiguados como si camináramos siempre entre blanduras. Filtramos lo superfluo. No vemos la superficie de las cosas. No vemos los granos ni las venitas rotas. No vemos lamparones en el mantel, excepto por una flor de vino. Todo es como lo queremos: inacabado, siempre naciendo. Porque las manchas de luz, oh, espléndida luz, el tinte, oh, esplendoroso tinte, eso, llega limpio de menudencias.

El mar. Un lienzo de mercurio que respira, un espigón oscuro. El rumor nos enerva.

Un árbol. Su dramatismo, las luchas que mantiene con sus ramas y con el viento, los nudos que lo atan.

El espacio. El grosor de columnas cuya altura se nos escapa, una estancia tan grande que no sabemos si estamos solos.

Un hombre. Una sombra curva, un trazo vertical, un caminar. La velocidad con que se acerca o se alejará, la intensidad con que se recorta del fondo. Para qué más. Qué has comido, el azúcar me gusta más que la miel. Nada de eso. Adivinamos su mirada estremecida. Empezamos a andar a su lado. No oímos más que su respiración, que se acompasa a la nuestra poco a poco hasta que no la distinguimos y el aliento es uno, de un solo hombre.

Solo nos ponemos gafas cuanto tenemos miedo. Para ver más.
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