11 de octubre de 2013

En el Waingunga

Bagheera se levantó y se desperezó, llenando de pavor a unas gacelas que comían cañas no lejos de ella. Habló con voz tan negra como su pelaje, riendo para sí.
— Criaturas hermosas... no tembléis. Cuando decida cuál de vosotras será mi cena de esta noche no os daré tiempo para sufrir.
— Huid, huid por aquel lado - se decían unas a otras.
— Criaturas hermosas... Gracias por permitirme veros huir de mí —siguió diciendo para sí misma.— Sería un placer devoraros, pero he decidido seguir una nueva dieta...
Miró hacia lo alto, hacia unos frutos rojos e hinchados que colgaban de una rama no demasiado alejada. Subió por el tronco inclinado de un árbol y llegó tan arriba como pudo. Desde allí estiró la pata y con las zarpas intentó alcanzar los frutos. Falló un par de veces, pero la siguiente vez consiguió hacer caer el racimo, que hizo ruido al llegar al suelo. Bajó con la elegancia de que presumía y se sentó con las patas delanteras recogidas bajo su pecho, cual esfinge, frente a los frutos. Los miró con los párpados medio caídos durante un buen rato. Se relamió, intentando animarse a sí misma. Pensó, con palabras:
— Qué magnífico racimo de fruta.
Pero no sintió el interior cosquilleo que le producía la vista de una gacela.
— Qué color tan intenso.
Pero no sintió la saliva deslizándose por las comisuras de su boca como un río.
— Qué perfume embriagador.
Pero tuvo que decirse a sí misma que «embriagador» era una hipérbole, como mínimo.
Dejó caer la barbilla sobre su pata y miró tristemente al racimo.
— Esta ranita siempre está intentando dominarme... Esta ranita enamorada de las gacelas me causa mucha congoja. Tanto la quiero a la ranita, a mi Mogwli, y tanto miedo me da su mirada de Hombre, que le he prometido algo triste como la mañana después de que la Flor Roja devore el bosque. Pero no me siento arder con estos frutos ante mí, no...
— ¿Qué haces, Bagheera, viejo pedazo de noche? —dijo Mogwli, caminando hacia ella.— ¿Qué miras con tanto interés?
— Miro este estupendo racimo de fruta que me he de zampar ahora mismo de un bocado...
— Me alegro de que estés cogiendo gusto a la fruta, Bagheera.
— Sí, yo también me alegro... me siento limpia —continuó. Mas el tono de su voz no coincidía con la alegría que decía tener en su corazón.
— Voy al lago, a pescar. ¿Quieres cenar una trucha conmigo, Bagheera? He prometido también cazar algo para Akela.
— No, ranita. Lo que yo quiero no necesito ayuda para cazarlo...
— Luego te veré, Bagheera... — se despidió Mogwli, con su cuchillo colgando del cuello como el colmillo de un tigre.
Bagheera olisqueó en torno mientras se decidía a hincar el diente en la fruta. Bullía el aire a aquella hora con millones de mosquitos y criaturas apenas visibles. Era estruendosa la selva. Alrededor suyo, en el suelo, una alfombra roja de frutos como el que se disponía a comer, mas ya podridos, le recordaba que pronto llegaría la estación de las aguas, en que la caza escasea.
— Ahora, es ahora cuando las gacelas son más... más....
Se puso a pensar en los muchos veranos que podía recordar y sintió un oscuro y agudo aguijón clavarse bajo su corazón. La fruta olía a hombre, a mercado. Así había olido cuando fue prisionera en su juventud, allá en Oodeypore. Allí, dentro de la jaula en que la mantuvieron cautiva, rodeada de aquel olor a hombre, deseó, casi constantemente, casi exclusivamente, poder correr tras una gacela. Tuvo miedo de no regresar jamás a la selva y soñó con las gacelas bebiendo en el río Waingunga y huyendo de ella, costado contra costado.
Se relamió, se levantó lentamente, y pensó:
— La ranita tendrá que perdonarme quiéralo o no.
Y se encaminó, silenciosa, por donde aquéllas habían huido.

¡Recomienda este blog!