20 de julio de 2017

Oleada

Como cuando la selva entera sigue a Tarzán, su grito que atraviesa la noche, los golpes en su pecho que resuenan en la noche, la selva unida por el hombre (blanco: finjamos no verlo, hundámonos en la noche, en la selva); 
así, sí, como cuando cabezas recortadas contra la luna, cabezas de leones y de hienas, de panteras y de simios, cabezas asomando acumuladas (¡vivas, no disecadas!) se agolpan en oleada tras el hombre; 
así, como esa selva que se abalanza, me siguen a mí horas, días, años 
y todas las particiones del futuro y me hacen sombra
y se abalanzan.  
Así corro, apremiada por la selva, así corro y corro y corro ante la ola gigantesca del tiempo que se curva y muestra el ribete blanco de abrirse porque está a punto, lista y deseosa de tragarme.

18 de julio de 2017

Abades





Yo con esto lloro y me expando de gozo.
No puedo evitarlo. He de declarar mi amor.
Leí en 2010 o 2011 Abades en extrañas circunstancias.
Nos fuimos a Santillana, ciudad medieval, a una feria de libros artísticos que se celebraba dentro de una basílica helada. Yo llevaba mi capita negra. Estaba transida de dolor y amor aquel año, aquellos años, aquella vida. Estaba aquella vida quebrada de dolor. Era un grito y un gemido. Da lo mismo.
El frío me penetraba lentamente y reblandecía mis huesos, así que salía al césped a tirarme al sol con Abades. Salía del olor de la piedra al olor de la tierra. Salía y me tiraba al suelo con este libro que creía haber cogido al azar de la librería y otro que también creí coger al azar, pero que tan perfecta compañía hacía al primero que no, no pudo ser azar. Un librito sobre pintura romántica de Acantilado, de Rafael Argullol. Los leí a la vez. Salía al pequeño prado junto a la basílica y leía mientras el sol lamía lentamente mis huesos de espuma, y me expandía un poco. A veces había niños que se me lanzaban encima y me cabalgaban llorando. Otras turnaba a mi marido en la oscuridad de piedra para que él viera el sol. Se protegía los ojos al salir, como un vampiro. Vendimos muy poco. Cuando yo estaba erguida los que pasaban no se atrevían a mirarme porque espantaba. Pero me tendía sobre la tierra no del todo seca, sobre su exhalación. Me tendía sin tiempo. Abades es medieval, romántica, postmoderna, y su belleza deja los ojos en blanco. El mar estaba cerca y había un sol que no quemaba. Mis huesos, como el monte Saint-Michel en que levanta su abadía Éble en el libro, estaban hechos de agua y arena, y mi alma era de aire y fuego blanco. Todo lo había llevado la riada y los elementos se habían fundido en un caos claro y no se separaban. Como el paisaje sin forma que contempla el monje de Friedrich de la portada de no sé qué edición de Abades, así nos deshacíamos y fundíamos yo y el mundo, dulcemente podridos, blandos, amantes. Y cuando vuelvo a tomar como hoy el libro y lo empiezo me fundo otra vez y me deshago, dulcemente podrida, blanda, amante.
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