12 de noviembre de 2018

Nos morimos de risa

En la isla de Jersey, entre septiembre de 1853 y diciembre de 1855, Víctor Hugo entrevistó a unas cuantas personas notables: Shakespeare, Galileo, el Océano, la Sombra del Sepulcro, la Novela, Aníbal, Leopoldina, Moisés, Chateaubriand, Jesucristo, la Muerte. Las actas de aquellas entrevistas, que levantó Auguste Vacquerie, han llegado hasta nosotros. Es la mejor antología de entrevistas que conozco.
Hugo consigue conversar con esos interlocutores poco disponibles recurriendo, como es sabido, a una mesa parlante o, para ser exactos,, como es sabido, a una mesa parlante o, para ser exactos, a un veladorcito de tres pies “comprado en Saint-Hélier en una tienda de juguetes para niños”, redondo y colocado encima de una mesa cuadrada. A las preguntas de Hugo, el velador responde golpeando con la pata según un código: resulta un tanto largo y trabajoso, pero no más ni menos que cuando respondemos a una entrevista por correo electrónico.
Por una parte, pues, tenemos a los entrevistados, todos esos magnos hombres que son otros tantos torbellinos; por otra, el equipo técnico de Hugo, semejante a un equipo de televisión, con script y perchista: Adèle, su mujer, y Adèle, su hija; su hijo, François-Victor, traductor de Shakespeare; su otro hijo, Charles, ese melancólico con quien tiene una cita la locura, el médium de la operación, en cuya ausencia la mesa está muda; Vacquerie y demás comparsas.
Se tratan temas de envergadura.
Victor Hugo es un buen entrevistador.
Les hace a todos y a cada uno las preguntas a las que pueden responder de forma específica. Le pregunta a André Chénier “si se progresa en la tumba”, si un monárquico vivo puede convertirse en un muerto republicano. Le pregunta a Chateaubriand si Napoleón-el-pequeño cuenta con capacidades literarias. Antes de darle la palabra acerca del Napoleón estratega, le pregunta a Aníbal el nombre de las legiones romanas que destrozó en la batalla de Cannas, y Aníbal, con ese porte meditativo y trascendental que le vemos en el único retrato que lo representa, recita sin un solo fallo: “Vindicatrix, prima; secunda, victrix; fulminatrix, tertia; fulgurans, quarta; vorax, quinta; sexta, vultur; maxima et ultima… (palabra ilegible)”; le pregunta a la Muerte si volveremos a besar algún día a las niñas a quienes perdimos.
Nos morimos de risa.
Me pregunto si acertamos al hacerlo. ¿Hugo risible? ¿Por qué? ¿Porque llora a su hija e intenta volverla a la vida por todos los medios? ¿Porque prefiere charlar con muertos competentes que con imbéciles vivos? ¿Porque, de luto y desterrado, fabrica alegría y hermosura y triunfa, por la parte que le toca, sobre las sombras que apresan el mundo?
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Así comienza el prólogo de Michon a
Pierre Michon
Llega el rey cuando quiere
Conversaciones sobre literatura.
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Cómo no adorarlo, si en su belleza aparece como una brasa la bondad.


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