Cuando era joven, este día era el inicio del Gran Goce. El día de Santiago, día que precedía a la noche y al día de Santana. Nos fundíamos en la masa y olvidábamos, si alguna vez brevemente la habíamos conocido, la conciencia. Era una disipación del ser que se unía al gran ser de la multitud entregada a la multitud, culebra de mil cabezas. Al amanecer saltábamos juntos entre guirnaldas y nos arrojaban agua desde lo alto, y girábamos, girábamos, girábamos con los ojos en blanco. Rito cumplido, celebración, pueblo. Mi pueblo.
Me pregunto qué sentiría ahora. Probablemente lo mismo, si apareciera allí en medio. Siempre seré una bacante de corazón.
Sin embargo, llegar hasta allí y salir de allí, qué arduo. Ir, quedar, empezar, alcanzar el estado adecuado, regresar, la resaca, el tumulto tras los párpados, en los oídos. El miedo, el rechazo, los recuerdos dolorosos, las asociaciones tristes. ¿Por qué es triste el recuerdo de la felicidad?
La atención está aquí, en el silencio y en los pulsos Theta estos en que me hundo placenteramente.
Afuera, cláxones.
Dentro, yo que débilmente me llamo, con vocecita. Ven, vuelve. Ven, ven que te monte caballito mío…