2 de agosto de 2022

Temblar

No me gusta quien hace el ridículo, no, no, no. No es eso. A quien hace el ridículo no se le descoloca un pelo, recorre el inmenso territorio ridículo sin saber dónde está, sin salir nunca de él, sin miedo, sin un temblor. Lo habita repitiendo chascarrillos con el desparpajo y la seguridad de quien come algo crujiente frente a la tele o cree que una mentira repetida se convierte en verdad.
No, no. A mí lo que me gusta, la gente que me gusta, que me excita sexualmente, os lo juro, es la gente que se enfrenta al ridículo. La piel enrojecida, la cabeza alta, la voz como una cuerda fina que se suelta, y, oh, los ojos rojos, los ojos rojos de humillación rabiosa, todo eso me parece maravilloso. No, no, no. No soy sádica. Es admiración. Admiración por su valentía, sin más. La primera vez que hablé en público mis hijos, aunque eran pequeños, ¿habrá alguien más crítico con sus padres que los hijos?, dijeron que se me veía muy nerviosa, que me temblaba el papel en la mano, que sentían vergüenza por mí. ¡Pero a mí eso no me importaba! ¡Debía enternecer y admirar a quien me apreciara! Reivindicaba su respeto. ¡Bobos! ¿No veis que me atrevo, que me enfrento? ¿No veis que el valor es temblar?

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