27 de febrero de 2023

Una luz poderosa en un mundo agujereado por Mi mano.

El ángel, la nave, el augur. El mago. Todos aliados para el bien de los humildes, los que habitaban los barrios bajos de la ciudad. Aún eran de madera, inflamables en ardores como la imaginación de una joven.

Solo podían rezar y a quién iban a rezar si no a mí, pensaba yo hasta que los vi arrodillarse mirando al cielo, al suyo, no a donde yo estaba, en un plano oblicuo, en una dimensión que ellos no percibían, no podían ver. Rezaban al cielo que yo había dibujado, un cielo sin profundidad, aunque ellos creían verla, la profundidad. Allí, boquiabiertos, daban gracias a la nave, que era pura apariencia sin motor, que solo estaba allí por Mi mano. Incluso el ángel y el mago estaban allí por Mi mano.

Avivé las llamas, que subieron tan alto que se podían ver desde el campanario del confín. Un monje hizo sonar las campanas, pero no había bomberos. Todos corrían sin orden, como zombies, con las manos abiertas en busca de algo esperanzador que hacer, pero no había nada. Se arrodillaban mirando al cielo, a su cielo, sin verme a Mí. No dejaban de hacer lo mismo, no había evolución, ni siquiera las casas dejaban de arder. Todo tenía que hacerlo yo.

Decidí dejarlos descansar. Se me ocurrió matarlos a todos, pero no lo hice. Dibujé una lluvia gruesa de trazos largos, densa, tibia, dulcísima. Todos bajaron las manos. Sus lágrimas se confundían con la lluvia. Se abrazaban. Yo sonreí, beatífica yo. 

 
Daniel Martín Díaz 

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