Una luz poderosa en un mundo agujereado por Mi mano.
El ángel,
la nave, el augur. El mago. Todos aliados para el bien de los humildes,
los que habitaban los barrios bajos de la ciudad. Aún eran de madera,
inflamables en ardores como la imaginación de una joven.
Solo
podían rezar y a quién iban a rezar si no a mí, pensaba yo hasta que los
vi arrodillarse mirando al cielo, al suyo, no a donde yo estaba, en un
plano oblicuo, en una dimensión que ellos no percibían, no podían ver.
Rezaban al cielo que yo había dibujado, un cielo sin profundidad, aunque
ellos creían verla, la profundidad. Allí, boquiabiertos, daban gracias a
la nave, que era pura apariencia sin motor, que solo estaba allí por Mi
mano. Incluso el ángel y el mago estaban allí por Mi mano.
Avivé
las llamas, que subieron tan alto que se podían ver desde el campanario
del confín. Un monje hizo sonar las campanas, pero no había bomberos.
Todos corrían sin orden, como zombies, con las manos abiertas en busca
de algo esperanzador que hacer, pero no había nada. Se arrodillaban
mirando al cielo, a su cielo, sin verme a Mí. No dejaban de hacer lo
mismo, no había evolución, ni siquiera las casas dejaban de arder. Todo
tenía que hacerlo yo.
Decidí dejarlos descansar. Se me ocurrió
matarlos a todos, pero no lo hice. Dibujé una lluvia gruesa de trazos
largos, densa, tibia, dulcísima. Todos bajaron las manos. Sus lágrimas
se confundían con la lluvia. Se abrazaban. Yo sonreí, beatífica yo.
27 de febrero de 2023
Daniel Martín Díaz
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