9 de septiembre de 2015

Restos hasta el hartazgo

Aun mientras voy escribiendo siento el caballo embridado que levanta el lomo de alegría y quiere correr y jugar, pero he de calmarlo, he de decirle que se enfríe, susurro, que se enfríe, susurro a su oído con una mano acariciando en amplio abanico lento su cuello poderosísimo. Sé tanto de haberlo visto en películas y leído en libros.
Cómo pretendéis que olvide todo lo que sé de las películas y los libros. No puedo. Forma parte de mí la manera de acariciar un caballo tumbándome hacia adelante y abrazando su cuello poderoso. Es tan mío como que venga una olita pequeña y sin provocar la menor desesperación derribe mis fortines de arena convirtiéndolos en cosa blanda y siga yo con mi paleta añadiendo arena mojada que se desmorona rezumando para hacer entonces una montaña en vez de una muralla. Así de mío es tirarme hacia adelante y susurrar y abrazar con los brazos enteros, fíjate bien, no mezquinamente con las manos, abrazar con todo el cuerpo, el cuello de mi caballo, aunque yo nunca haya montado en caballo, que soy de ciudad grande y las únicas bestias que he montado no tenían cuatro patas. Que una vez me subieron a un burrito gris casi blanco y se me desbocó por el camino del río transparente, y nos saludaban los niños de uniforme a los que rebasábamos.
Vais comer restos hasta el hartazgo.

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