Mi cuarto, el escritorio, los cacharros.
Unas llamadas, algo rico de comer.
La sobremesa. Siesta.
¿Dónde está el sábado?

Pasmada ante sus amplias praderías,
así me quedo.

Aturdida como aquel zorro elegante
que vi en la noche deslumbrado por mis faros.
Y qué pequeño era.

¿Dónde está el sábado?

Ahora unas almendras con cerveza
un rato de lectura, una película.
Dónde está el sábado.
Dónde los sábados.
Dónde el invierno, dónde el año.
Dónde la vida.
Dónde está el sábado.

Yo quiero un hombre que me levante en brazos como una pluma, decía la princesa mientras se recogía el pelo para no salpicárselo al vomitar.

Una luz poderosa en un mundo agujereado por Mi mano.

El ángel, la nave, el augur. El mago. Todos aliados para el bien de los humildes, los que habitaban los barrios bajos de la ciudad, aún eran de madera, inflamables en ardores como la imaginación de una joven.

Solo podían rezar y a quién iban a rezar si no a mí, pensaba yo hasta que los vi arrodillarse mirando al cielo, al suyo, no a donde yo estaba, en un plano oblicuo, en una dimensión que ellos no percibían, no podían ver. Rezaban al cielo que yo había dibujado, un cielo sin profundidad, aunque ellos creían verla, la profundidad. Allí, boquiabiertos, daban gracias a la nave, que era pura apariencia sin motor, que solo estaba allí por Mi mano. Incluso el ángel y el mago estaban allí por Mi mano.

Avivé las llamas, que subieron tan alto que se podían ver desde el campanario del confín. Un monje hizo sonar las campanas, pero no había bomberos. Todos corrían sin orden, como zombies, con las manos abiertas en busca de algo esperanzador que hacer, pero no había nada. Se arrodillaban mirando al cielo, a su cielo, sin verme a Mí. No dejaban de hacer lo mismo, no había evolución, ni siquiera las casas dejaban de arder. Todo tenía que hacerlo yo.

Decidí dejarlos descansar. Se me ocurrió matarlos a todos, pero no lo hice. Dibujé una lluvia gruesa de trazos largos, densa, tibia, dulcísima. Todos bajaron las manos. Sus lágrimas se confundían con la lluvia. Se abrazaban. Yo sonreí, beatífica yo. 

 
Daniel Martín Díaz 

Revuelvo enlaces y pestañas
con apresuración
en busca de algo que me asiente.
Descarto Ashbery y Quignard,
descarto Valente.
Encuentro al fin los trece pájaros negros
de Wallace Stevens.
Los leo traduciéndolos intuitivamente.
Me asientan.
Sólo se mueve en la mañana oscura
el ojo de un pájaro negro.

Mamo de lo no existente.
Es mi natural terreno, el duro, el del rojo hierro, barba de chivo, pezuña helada.
No sonrío a la rima. La detesto.
Reniego de ella, del ritmo, de la sumisión.
¿Soy lo suficientemente violenta para este pretendido desprecio de un mundo que necesito? Soy como uno de esos amantes sin pureza que luchan consigo mismos y se vapulean con la excusa de ti. No puedo abofetear, me recojo con falsa humildad en el silencio.
Me han dicho que existo y la vergüenza me anega, la riada me anega, la sucia de tierra y ratas.
Hay algunas personas para las que podría escribir si no opinaran, si entendieran que pueden ser solo mirada. ¡Como si fuera poco! ¡Como si yo necesitara consejo! ¡Ya quisiera ser yo solo mirada!
Reniego.
Arreniego.
Como una niña con tijeras me propongo caminitos de cartas. De cromos. De migas.
¡Yo qué sé!
También yo me vapuleo.

La hierba

Una vez saqué patatas de la tierra negra. Fui con los vecinos de los abuelos. Era amiga de sus hijos y por aquel entonces los niños del campo también trabajaban. Una partida a la yerba. A la siega. Por las altas montañas hasta Santa Yocaya. No hacía sol. Mundito interior en una campana de cristal. Mundito ondulado y recorrido por caminos invisibles. Yo no participé en la siega, pero me dejaron sacar patatas del surco bajo la luz blanca, en la ladera inclinada, junto a la cabaña. Era como si las arrancara. Regresé tumbada sobre el heno acopiado en un carro del país, de los que cantaban, con otros niños. El carro estaba tan cargado que apenas si cabía por las caleyas pendientes y enredadas y las ramas nos tocaban la cara. Los hombres guiaban a las vacas entre las piedras irregulares con gritos tronantes: ¡Uó, Morica! Me metí una hierba en la boca sabiendo que repetía un gesto ancestral. Que participaba en un rito ancestral que pinto ahora en alabanza.

La regla del amor

La gente se ríe de mí a veces por la calle. Ayer una señora se puso en cuclillas y me dio la mano. ¿Qué tal está usted?, me dijo agitando mucho la mano como un muñeco de cuerda y sonriendo con dientes desiguales. Yo me quedé callada, aturdida de humillación. Sin embargo, es San Valentín y él no consigue confiar en mí. No es capaz de creer que lo quiero. Como si yo fuera demasiado grande, demasiado inasible.

Durante años le he hablado pensando que me entendía, y ahora veo que no sabe leer en mí. Que tiene uno o dos parámetros para evaluar el amor, como tiene uno o dos parámetros para evaluar casi todo. Y no son esos mi especialidad. Todos mis demás signos pasan sin ser vistos. Mi preocupación, mi sonrisa. Todo lo que comparto con él. No lo aprecia. Él decidió que tendría Una Regla del Amor.

La regla del amor mide lo que doy a otros y no de lo que le doy a él. La regla con la que pega palmetazos encima de la mesa mide las miradas que dedico a otros. Él ni siquiera las ve, pero las imagina. Con su regla mide mi amor. Su regla con medidas demasiado groseras e inflexibles. Cuando se miden las cosas con las reglas inadecuadas se dejan de percibir datos fundamentales. Mi amor ha de ser filtrado con seda es tanta la variedad y finura de sus signos. Cada gesto es tan pequeño y magnífico como yo misma.
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