27 de febrero de 2016

Vértigo

Sabe que si no estudia todo será malo. La decepción de quienes confían en ella, la pérdida de la beca, es decir, que no podrá ir a pasar un curso a Sidney con su novio, que perderá oportunidades laborales importantísimas para su especialidad, que la decepción de sí misma será casi insoportable.
Sabe de sobra que puede hacerlo aún si empieza ya y no duda más, y se esfuerza. El heroísmo que supondría le remueve unas ganas apenas nacidas en algún lugar recóndito.
Sin embargo, deja la mirada perdida ante ella con la determinación del suicida, espantada de su vértigo.

25 de febrero de 2016

Hijo de puta

Cuando hijo de puta entró en la habitación sentí una hilaridad incontenible y estallé. Es tan delicado, con sus mofletitos rojos.
-Hola, hijo de puta. ¿Qué tal andas? –le dije, haciéndome la campechana. –Ay… -suspiré, como le había visto hacer a él, intentando dejar de reír, suplicando que no hablara.
Sospechaba de mi risa. Siempre sospecha de mí y se pone paranoico, con razón, cuando no puedo dejar de reírme en su presencia. Se pone trascendente, lo cual no hace sino empeorar todo el asunto.
-Bien –y miró al suelo. –Pensando en lo malos que son los humanos unos con otros.
¿Ese hombre quería matarme? Me deslicé al suelo apoyada en la pared, sujetándome la barriga. Dios, hacía mucho que no me reía así. Pegaba patadas al aire. Puñetazos en la pared. Sólo era capaz de decir con un hilo de voz estrangulada: “basta, basta, cállate, hijo de puta”. Le suplicaba, de rodillas, hecha un feto. Ahora se me caían las lágrimas.
-Hay personas que no piensan en las generaciones que nos sucederán.
Maldito sádico. No podía soportarlo más. Me arrastré como pude hasta la puerta y luego escaleras abajo, huyendo de él.
Se asomó a la ventana:
-¡Los objetos no dan la felicidad!
El último ataque tuvo lugar en un charco. Dios mío, cuánto hacía que no me reía así. Vino a mi lado, se agachó y, descubriendo por fin su verdadera naturaleza, me susurró al oído:
-Si pudiera actuar con el cerebro y no con el corazón que se me sale del pecho otro gallo cantaría.
Yo sólo podía rogar, gemir, entre los estertores de mi risa:
-Una ambulancia, una ambulancia –pero me hundía en el agua sucia. Me hundía…
Arriba, el cielo y las siluetas temblorosas de los edificios. –Adiós, hijo de puta…

18 de febrero de 2016

Cagliostro

Fue un lío entre Cagliostro y eso que echan los niños al nacer, como restos de nada del estómago, algas marinas y limo (de ahí de donde vienen, tan hondo) y bueno, eso es el meconio, pero yo pensaba que era cagliostro y no, el calostro, calostro, es la leche primera que se echa al parir, que es un agua pura y perfecta para su boca y que sabe a fondo marino. Bueno, también cuando rompes aguas huele a fuente. Piensas que te has meado pero no; es agua de fuente, un poco caliente pero con un perfume no desagradable. Y eso, tanto fluido la vida, ya se sabe lo del semen, lo sabe cualquiera: también sabe a mar. Fluidos y viscosidad. Aún más: los bebés están llenos de granitos porque su piel es grasienta. Vienen rebozados en algo gris y cuando salen disparados, agarrándose a sí mismos en medio del espacio, al extremo del cordón, la enfermera los para en el aire como un portero, enfermeras de reflejos perfectos, pequeños astronautas de barro, de ojos cerrados. Tanto fluido. Cagliostro. ¿Por qué lo habrán llamado así? Es cómico. Me lo imagino con zapatos rococó y... Joseph Balsamo, meconio, semen. Mierda. Sangre.

El humor favorable

El humor favorable el clima calmo.

En el carril de lentos uno tras otro

dos viejos con bastón.

Adelantando difícilmente una ancianita

taca taca primoroso de aluminio

último modelo.

A la derecha la parada del autobús.

A la izquierda maniquíes desnudas.

Yo que me escabullo con mi refulgente

sillita todo terreno

y me meto entre ellos

a toda leche.

El niño que se asusta se agarra fuerte.

«Uf, ése sí que pasó cerca».

Un día habrá una desgracia,

loca del volante.

3 de febrero de 2016

Vértigo de dejarse caer

Nada más decirlo me quedé sin aliento me entró una flojera, como si acabara de llevar a cabo una maravillosa proeza de osadía, como si hubiera cruzado de un saludo un abismo con mis deslumbrantes vestiduras nuevas o hubiera escalado hasta un lugar vertiginosamente alto desde el que pudiera observar otro país del que había oído contar cosas fabulosas pero que nunca había visitado. Tampoco reparé en la desproporción de esas sensaciones con su causa: simplemente le había dado un nombre falso, como haría un bribón de poca monta al ser interrogado por un policía. ¿Es eso lo que experimenta un actor cuando sale a escena, esa ingravidez, esa repentina libertad, lo que Goethe llama en alguna parte der Fall nach oben, acompañado por su temblor de secreta y apenas contenible hilaridad?

Imposturas, Banville

Habla Banville, su personaje, este horrible Álex Vander, del mal, así lo digo yo. Habla del vértigo de dejarse caer, la hilaridad y el placentero escozor de asomarse mucho, incluso de caer, de caer un poco, sólo un poco. 

2 de febrero de 2016

Una inteligencia

¿Si le tenía celos? Naturalmente. Yo quería ser él, obviamente. Y, sin embargo, también le despreciaba un poco. Debajo de su chispeante charla, del encanto, de aquel derroche de hermosura, había toda una zona de él que era vacía insulsa, que carecía por completo de convicción y seguridad intelectual. Había momentos en que en sus ojos aparecía una expresión cauta, casi temerosa. Era la expresión de un ser limitado que sabe que en cualquier momento puede alcanzar sus límites y delatar su cortedad. Era, me temo, un superficial, un oportunista de las ideas, un diletante, en suma, aunque nadie, sobre todo yo, se habría atrevido a decirlo. Pero, ya que he empezado por este camino, bien puedo continuar: no tenía una inteligencia de primera como él y tantos otros afirmaban. Tenía talento, era precoz, era capaz de hablar de esa manera alusiva, indolente, ininterrumpible, tan suya, pero eso es lo que era, cháchara, y poco más. Sin embargo, el futuro le pronosticaba grandes cosas, iba a armar mucho ruido en el mundo, yo mismo también lo proclamaba, pero estoy seguro de que en mi fuero interno sabía la verdad. Era un chico inteligente, capaz de leer deprisa, y tenía buena memoria, pero las ideas del pensamiento auténtico zozobraban en los bajíos de su intelecto. Era especialmente vulnerable a las tomaduras de pelo, a cualquier cosa que oliera a beca, por muy cariñosa que fuera, y estaba en alerta constante contra cualquier tipo de desaire.

Imposturas, John Banville.
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