Deseo de Granada, dice Amir. Se me hace la boca agua de deseo de Granada, dice.
Cuando yo era pequeña, durante unos días, fui con el dinero que mi madre me daba para chuches a la frutería y compraba una granada que comía en el parque alucinando con la perfección de la naturaleza, la belleza de lo que por entonces creía azar, el milagro de lo que existe y nace del suelo y tiene un orden admirable. Era una cuestión estética que incluía la excitación de hacer algo de adultos, comprar una pieza de fruta en vez de flashes o pica-pica, y el reconocimiento de ser una niña bastante original para molestarme en comprar fruta, una fruta exótica que había descubierto, en vez de chuches. Era todo tan emocionante y divertido.
Sigo pensando que la fruta es un regalo. Bombones de Dios. De lo que sea. Son bombones de lo que sea dispuestos en colores y dulzores que me llenan de gratitud. El concepto manzana, el concepto plátano. El concepto de que algo venga envasado en ropajes vistosos desde el nacimiento y, si tienes huerta o la suerte de pillar un higo en el parque antes de que los ventilen los jubilados, gratis. Regalado.
Luego escribí un tuit: tengo un kilo de granadas y estoy dispuesta a todo.
Entremedias vi la Alhambra. Y hubo una guerra en una isla llamada Granada.
Algo así.
No me gustan las granadas. Creo que era todo teatro. No lo sé. Donde esté una naranja. Donde estén un plátano o una piña o una nectarina.
No me gustan, pero tengo amables recuerdos de Granada.
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